Una vez un hombre creyó que el Universo no debía tener fin. Creyó que cada estrella era otro sol, que alrededor suyo una miríada de otras tierras se paseaban infinitamente y que en cada uno una miríada de creaturas miraban hacia arriba y creían lo mismo, que arriba, abajo, no importaba dónde, el cosmos se expandía hacía la eternidad. Pues aquel hombre murió en la hoguera, acusado de herejía. Ofrecida una última oportunidad de retractarse de sus creencias y aceptar que contradecían las Escrituras, rechazó la oferta y aceptó el castigo.
Su nombre fue Giordano Bruno, monje dominico, italiano, hombre de ciencia, renacentista y por lo tanto humanista. Su visión del cosmos, no obstante, fue una atinada intuición más que una certeza, ambas son fuentes confiables de las grandes ideas, pero Bruno fue muy lejos para la época. El telescopio apenas se desarrolló en los años alrededor de su muerte (1600), por lo que no contaba con evidencias, las que llegarían poco más tarde.
En 1609, otro genio miró hacia el cielo y descubrió otros mundos, Galileo, a él debemos la certeza científica del modelo heliocéntrico del sistema solar y también pagó caro ante la Iglesia su descubrimiento. Luego de ellos vinieron más y la ciencia jamás se detuvo de nuevo.
Hoy pareciera ser que la figura romántica del genio científico es cosa del pasado, recordamos a Einstein, y quizás Hawking sea él último rockstar de la física teórica. Pero a diferencia de hace un siglo la ciencia está más presente que nunca en nuestras vidas, y es injusto, por decir lo menos, el desinterés que hay por ella.
He oído gente expresarse en términos despectivos de los avances más mediatizados en la ciencia recientemente, acusando a los grandes laboratorios y los grandes presupuestos estatales o particulares que los sostienen como pérdida de dinero y malgasto de esfuerzos. Ni hablar de los movimientos tecnófobos, que nos son otra cosa, de los activistas en contra de las vacunas y los alimentos genéticamente modificados. Y esto sólo por mencionar las cosas que ocurren aquí, en nuestro planeta y que tienen un impacto directo en nuestras vidas, inútil discutir los beneficios de la exploración interplanetaria con personas de mentes cerradas a las grandes posibilidades del mañana. Porque la ciencia no es para el presente, es para la eternidad, parafraseando a Einstein.
En un mundo cada vez más roto, donde los patrones climáticos pierden estabilidad, las lluvias se vuelven escasas en algunas zonas, monzónicas en otras, la agricultura se ve comprometida y con ella nuestra capacidad para alimentar una población creciente y cada vez más demandante. El día de hoy variantes transgénicas de arroz son cultivadas en algunas regiones de Asia donde las condiciones ya no son propicias para las variedades naturales de la planta, beneficiando las vidas y la economía de comunidades enteras. Quienes se oponen y obstaculizan las investigaciones en ingeniería genética son personas que no han conocido el hambre, algún día, y esperemos que no sea pronto, la mayoría de las regiones agrícolas del planeta se verán afectadas de manera profunda y sólo el conocimiento íntimo de la biología podrá salvarnos a todos de la inanición. La ciencia no resuelve los problemas hoy, los resuelve para mañana, nos prepara y nos protege. El desarrollo de las vacunas ha construido una inmunidad colectiva frente a enfermedades que en otro tiempo diezmaron poblaciones enteras, no sería inteligente permitir que broten de nuevo por el descuido y la ignorancia de unos pocos. La ciencia también es comunitaria, sus beneficios son para todos.
Por supuesto que hay intereses políticos y económicos, también la ciencia ha pecado con las armas que el poder corrupto le ha obligado a crear. Hiroshima nunca se nos debe olvidar, y no fue la única vez, quizás tampoco la última. Pero han sido más los éxitos que las desgracias.
Ya son evidentes los indicios de una naciente civilización realmente planetaria: internet nos comunica, el inglés se ha constituido en una lengua universal, los espectáculos masivos como los Juegos Olímpicos o el mundial de fútbol congregan multitudes de todas las razas, las industrias de la música, el cine y la televisión construyen cada día una cultura audiovisual contemporánea global pero, ningún nacimiento está exento de dolor: el racismo, la intolerancia, el extremismo religioso, son obstáculos que sólo la apertura de mente nos harán llevaderos. Y la ciencia, el arte y el conocimiento humano en general están para eso: para plantearnos un mejor porvenir.
No sé por qué hoy la ciencia parece transitar inadvertida siendo que está tan presente en nuestras vidas, supongo que la hemos dado por sentado. Lees esto en una pantalla que no emite más que luz, que se conecta por luz a una red global que lo contiene prácticamente todo. Tu celular puede decirte dónde ir porque el GPS funciona gracias a que Einstein existió e hizo lo que hizo. Enciendes el televisor y una señal satelital pone ante ti lo que te gusta, y sólo basta presionar un botón. Puedes refrigerar la comida y calentarla en segundos, moverte de aquí allá en un auto cuyo combustible son animales muertos por millones de años. Y no pensamos en la gente que se preocupó para hacernos la vida tan sencilla, la ciencia es uno de los más finos ejemplos de comunidad que tenemos los humanos, por y para todos, para hoy y para siempre.
De aquí a unos años, un humano pisará Marte; de aquí a unos años, algunos más se establecerán allá permanentemente. La Tierra es nuestro hogar, sí, nuestra cuna. Pero no tienen por qué ser nuestra tumba. Ya sea por negligencia nuestra o por causas naturales, un día este mundo dejará de ser habitable, y todo el dinero y el esfuerzo invertidos en satélites y sondas enviadas al espacio, cada sueño que tuvo Bruno y por los cuales lo quemaron, redituarán en la certeza de que un nuevo mundo nos espera y que el legado humano habitará los futuros que vienen.