La semana pasada conocimos a M. C. Escher y sus mundos imposibles, frutos de una técnica exquisita en el grabado y una comprensión matemática cabal del plano, sin mencionar la gran sensibilidad e imaginación para lograrlo.
La ciencia se ha servido del arte en diversas ocasiones para su divulgación clara y elocuente. Los grandes científicos como Galileo o Newton fueron expertos dibujantes para trasladar sus ideas de lo abstracto a lo concreto de diagramas e ilustraciones. Pintura, fotografía, literatura y cine, son herramientas a las que los científicos y los entusiastas de la ciencia han recurrido para darse a entender al público en general.
Pero lo otro también ha ocurrido. El arte se ha servido de la ciencia de maneras que quizás hayamos dado por sentado.
Antes del siglo XV, la pintura era plana, lo sigue siendo, claro, pero las representaciones de la realidad en los cuadros eran imágenes distorsionadas del espacio y los objetos que lo habitan. La perspectiva fue un avance revolucionario en la técnica pictórica durante el Renacimiento y los frutos son numerosos y excepcionales.
Ilustración 1: Todos los elementos son planos, y aunque hay indicios de volumen no logran completar la ilusión.
Pero ¿qué fue lo que permitió a los artistas concebir espacios virtuales dentro del plano de los cuadros y representarlos fielmente?
La respuesta es sencilla, la ciencia de las matemáticas y la inclusión, tardía en Europa, de un número: el cero.
Ilustración 2: Los objetos parecen tener volumen, sin embargo hay efectos extraños respecto a los tamaños relativos entre los elementos del cuadro.
El concepto del cero se desarrolló independientemente en distintas culturas, la India fue una de ellas, la cultura Maya es otro caso.
El cero pasó de ser un simple número posicional que permitía escribir grandes cantidades (como en la matemática sumeria) a un número por derecho propio conforme los estudios en matemáticas avanzaban en las civilizaciones de oriente (la árabe en particular). Mientras tanto, en Europa, la filosofía/religión/ciencia de los números consolidaba una visión del cosmos que no daba lugar al concepto del vacío, haciendo difícil la introducción del cero a los sistemas matemáticos que se utilizaban en la región, como el griego en específico, fruto del pensamiento Pitagórico que buscaba la perfección absoluta, una perfección matemática.
Tal cosa, la perfección matemática pitagórica, era un asunto tanto científico como místico, de ahí que el cero, un número con características extrañas fuera rechazado.
El cero es capaz de convertir todo en nada, basta multiplicar cualquier número, no importa qué tan grande sea, por cero, y la respuesta siempre será cero. Pero lo más temido por la filosofía pitagórica era el colapso del sistema numérico al dividir por cero. Inténtalo en la calculadora de tu celular, divide algo por cero y obtendrás ‘Error’. Esto distaba mucho de la perfección para los pitagóricos y su cosmovisión. Pasado el tiempo, sus herederos, Roma y la civilización occidental, también tuvieron problemas para entender el vació, la nada y claro está, el cero y su matemática.
Fue Leonardo de Pisa, mejor conocido como ‘Fibonacci’ (ca.1170- ca.1250). matemático italiano del siglo XIII, quien comenzó a introducir a Europa el sistema matemático árabe junto con el uso del álgebra y el cero incluido.
El resultado no ha tenido paralelo en la historia: la revolución científica y artística del renacimiento deben mucho a la apertura hacia el concepto del vacío que comenzó Fibonacci.
Piensen en una pintura renacentista, todas las líneas de perspectiva nos llevan a un punto en específico, lo que se conoce como punto de fuga. ¿Qué es sino un cero en términos gráficos?
En otras palabras, es una singularidad, el punto en el que todo colapsa pero también donde todo comienza.