Una vez un hombre vio escrita en ecuaciones la Creación y se topó contra un muro de críticas y hostilidades.
George Lemaître (1894-1966) fue un físico y sacerdote belga que resolvió las teorías de Einstein sobre la geometría del universo en 1927 y descubrió que éste se expandía. Razonó los resultados y sus consecuencias, si el universo se expandía, todo habría emergido de un punto cero, Lemaître llamó a su teoría «el huevo cósmico».
Hubo dos detalles importantes al respecto: el consenso científico del momento respetaba la idea de un universo inmutable y eterno. El mismo Einstein se inclinaba por esta idea, al considerarla elegante en su concepción matemática, y fue tal su insistencia, que al resolver sus propias ecuaciones y descubrir que el resultado apuntaba a que el universo cambiaba en el tiempo, un término fue añadido por Einstein para corregir la expansión: la constante cosmológica, a la que volveremos más adelante.
El segundo obstáculo para la aceptación de la teoría de Lemaître fue su vocación sacerdotal: pese a la solidez científica de sus ecuaciones, la falta de evidencias de la expansión, sumada a la concepción imperante del universo estático hizo dudar a la comunidad científica sobre su veracidad, las críticas fueron duras y lo acusaron de sesgar la teoría hacia una confirmación de la creación en un plano religioso.
Para su suerte, dos años más tarde, en 1929, otro gran científico estaba por darle la razón.
Además del consenso del universo estático, era también la norma la concepción de que la Vía Láctea, nuestra galaxia, era todo lo que existía.
Edwin Hubble, uno de los más importantes astrónomos del siglo XX, trabajó sobre la información recopilada años atrás por Vesto Slipher y Carl Wilhelm Wirtz acerca del corrimiento hacia el rojo (el efecto que hay en la luz de los objetos lejanos al alejarse del observador) de las llamadas nebulosas espirales.
Hubble se dio cuenta, gracias a su trabajo con el por entonces más potente telescopio del mundo ubicado en el observatorio del Monte Wilson en Los Ángeles, California, que dichas nebulosas espirales eran en realidad otras galaxias independientes de la nuestra. Esto cambió todo.
Al calcular las distancias que nos separaban de otras galaxias, Hubble descubrió que éstas se alejaban. Más aún, encontró una relación entre la distancia a la que se encontraban y la velocidad a la que se escapaban: entre más lejanas más rápido se desplazan. Esto sólo tenía sentido si el universo mismo se expandía.
Así, Hubble encontró la evidencia que a Lemaître le faltaba, Einstein reconoció que la constante cosmológica había sido el mayor error de su carrera y se sentaron las bases para la formulación de las teorías venideras: el big bang y la inflación cósmica. En esta última, el mayor error de Einstein resultó no estar tan equivocado, pero regresaremos a esto en su momento.
Lemaître tuvo una sólida base científica a diferencia de Giordano Bruno, que abordamos con anterioridad, no obstante su postura fue menospreciada y acusada de creacionista cuando en realidad emergió de la matemática misma de la teoría de la relatividad, cuyo autor, Einstein, no fue sólo un gran científico, fue también un hombre de fe.
El parentesco simbólico entre un dios que ordena la creación y una teoría que nos dice a gritos que todo tuvo un comienzo es, para mí, una demostración fehaciente de la unidad del conocimiento humano. Las ideas se apoyan, se refutan, se funden y al final la religión por intuición y la ciencia por el método coinciden en que hubo un principio.
¿Por qué?, ¿cómo?, ¿para qué?, a esto es a lo que Carl Sagan se refería cuando dijo que somos la forma en la que el Cosmos se conoce a sí mismo.