En la trilogía en cinco partes (sí, así) de El Autoestopista Galáctico de Douglas Adams, una sincera e insistente recomendación para divertirse a lo grande, una raza alienígena avanzada construye una supercomputadora para calcular la respuesta a la pregunta última de la vida, el universo y todo lo demás. Millones de años de espera después la computadora lanza su veredicto: 42. Y está bien, sólo que no se preocuparon por conocer la pregunta antes de la respuesta. Una nueva computadora debió ser diseñada entonces para deducir la interrogante cuya respuesta sería 42 y al fin tener las cosas claras.
Recién leía una breve entrada de Michio Kaku, físico teórico, sobre la importancia que tiene la ciencia hoy, especialmente la física teórica, en la concepción del universo en su más grande escala y hasta su origen mismo. La física, decía, es la única ciencia que puede hablar de Dios sin sonrojarse.
Y es que nos hemos acostumbrado tanto a ver un conocimiento disociado que las sutilezas pasan inadvertidas. La ciencia como estructura intelectual no es más valiosa que las mitologías, las religiones y las filosofías. Al final, el entendimiento del universo y nuestro lugar en él es la base común sobre la cual se soporta toda cosmogonía, sea una cientificista o una eminentemente espiritual.
Las preguntas más profundas son las mismas: qué puso en marcha la existencia, la vida, la conciencia. Los métodos difieren pero la verdad es la meta para todos. Einstein mismo decía que la ciencia sin religión estaba coja y la religión sin ciencia ciega.
Los mitos de la creación no serán ciencia dura, pero son ciencia del espíritu, poemas del entusiasmo que nos da estar vivos y maravillarnos de la creación. Por otro lado, las teorías, las ecuaciones, son poesías de la razón y la lucha de la humanidad por entender su lugar en el mundo, del que somos síntesis, no partes.