En los albores del siglo XX anunciamos nuestra presencia al universo. Las transmisiones de radio se volvieron más frecuentes, y para la década de 1920, eran ya ubicuas. Música, noticias e historias se sintonizaban por todo el planeta y, sin intención alguna, las enviamos al universo profundo. El radio, una onda electromagnética, como la luz, se propaga en todas direcciones a velocidad constante (300,000 km/s). Las señales no captadas viajan indefinidamente por el espacio y continuarán haciéndolo. Nuestro planeta, para lo que al cosmos respecta, está hecho de música y palabras.

Hemos comenzado ya el viaje más grande de la historia: la expansión interplanetaria. Someras aún, nuestras exploraciones son cada vez más sofisticadas y duraderas que aquel 12 de abril de 1961 cuando Yuri Gagarin (1934-1968) se convirtió en el primer ser humano en el espacio y dijo, durante su órbita: “Pobladores del mundo, preservemos esta belleza, no la destruyamos”.

Hoy, hemos conocido de cerca los planetas de nuestro sistema solar, Venus y Marte han sido explorados directamente por sondas en sus superficies, la Luna y satélites de Júpiter y Saturno también han sido importantes objetos de observación y estudio.

Tenemos también el Observatorio de Dinámica Solar que vigila nuestra estrella de manera constante.

Todavía habrá quien no comprenda la utilidad de la exploración espacial, no es barata, y hay mucho que debemos conocer, preservar y arreglar aquí, en la Tierra. Razones no les faltan para quejarse. Pero somos una especie nómada y curiosa, desde el inicio estuvimos en movimiento, salimos de África para poblar el mundo entero y el mundo entero se nos presentó frágil y diminuto en el contexto del cosmos, un 24 de diciembre de 1968, cuando “la salida de la Tierra” fue tomada desde la superficie lunar por William Anders, de la misión Apolo 8.

La Tierra fue desde entonces nuestro hogar como un todo. Sin fronteras, sin conflictos suficientemente graves para alterar la belleza a gran escala. Pero en la superficie es distinto, pesa aún la ilusión de la separación. Michio Kaku, físico y divulgador, quien quizás conozcamos más adelante, ha dicho que las convulsiones sociales y políticas actuales son dolores de parto de una civilización verdaderamente planetaria. Internet se ha convertido en nuestro sistema global de comunicación, el inglés su lengua. La cultura hoy, pese a abrevar de lo local, es ya parte de un fenómeno mundial imparable. Pero el extremismo religioso, la xenofobia y la discriminación son movimientos de resistencia al cambio, a la apertura y a la realidad, cada vez más presente, de que ‘humano’ y ‘terrícola’,

deberían ser las únicas etiquetas importantes si queremos un día poblar los mundos más allá del sol.

El proyecto de Búsqueda de Vida Extraterrestre Inteligente (SETI, por sus siglas en Inglés), ha trabajado incansable desde la década de 1970 y no ha encontrado nada. El universo es basto, más de lo que nos podemos imaginar. Nuestras historias y nuestra música, viajando en ondas de radio por más de un siglo a la velocidad de la luz, sólo han bañado a un puñado de estrellas cercanas, quizás en alguna, una civilización haya captado una transmisión terrestre y respondió, pero tardaremos igual tiempo en escucharla, si acaso estamos escuchando en el lugar correcto en el momento adecuado. Nuestros radio-telescopios no son suficientemente grandes para vigilar cada parte del cielo. Tal vez ya ocurrió y no la oímos.

También puede ser que en las inmediaciones no haya otra forma de vida avanzada, con tecnología de radio necesaria para responder, o, por el contrario, tan avanzadas que el radio es obsoleto en su civilización, y de ser el caso, cabe la posibilidad de que nos hayan respondido de alguna manera que escapa a nuestra capacidad tecnológica para captar y responder. Estos son los escenarios optimistas.

Quizás no haya nadie. No porque la vida sea única en la Tierra. Se ha demostrado la presencia de compuestos orgánicos más haya de nuestro planeta. Las posibilidades de vida allá afuera se disparan cuando entendemos que la vastísima cantidad de estrellas, que se cuentan por cientos de miles de millones, sólo en nuestra galaxia, que es una de cientos de miles de millones de galaxias conocidas, podrían tener al menos un planeta habitable.

La cuestión de si hay vida o no, más allá de la Tierra, es más bien una cuestión de dónde y cuándo la hallaremos.

Pero también hay un escenario sombrío. Nada dura para siempre, incluso las estrellas mueren. Así que las civilizaciones también. Podría ser que nadie responde

a nuestras transmisiones porque otros mundos se aniquilaron en suicidios planetarios, guerras y enfermedades, desastres naturales y la pregunta es ¿sobreviviremos a nosotros mismos para poblar las estrellas?

Yo me cuento entre los optimistas y digo que sí.

El telescopio Kepler tiene como propósito fundamental la búsqueda de planetas similares a la Tierra que puedan o ya alberguen vida. Se escanean sus atmósferas para conocer su composición y buscar biosignaturas: elementos, moléculas, isótopos o fenómenos que evidencian la presencia, pasada o presente, de vida.

La Tierra, con o sin nuestra ayuda, dejará de ser habitable en el futuro. Cuando el Sol agote su combustible nuclear se expandirá y vaporizará los planetas interiores, el nuestro incluido. Mucho antes de eso las condiciones para la vida se tornarán

hostiles, y esperemos que hayamos arreglado nuestras diferencias para entonces, porque el viaje a otra estrella será un viaje de generaciones.

Por esto es importante la exploración espacial. La expansión interestelar de nuestra especie será el mayor de nuestros esfuerzos y tomará su tiempo. Si no comenzamos hoy estaremos tentando a la suerte. El recorrido será largo, tecnológica, culturalmente.

Hace meses, Barack Obama anunció los planes de la NASA para enviar humanos a Marte para la década de 2030. El futuro está muy cerca. Para finales del siglo que viene podríamos tener colonias en nuestro planeta vecino, generaciones humanas enteras no serán ya terrícolas sino marcianos, estamos por dar el salto más grande de la historia.

Por mucho tiempo soñamos e inventamos historias de invasiones alienígenas, pero de aquí a unas décadas seremos nosotros, esperemos, los extraños que “vienen en paz”.

Carl Sagan, fue un gran optimista. En 1972 pidió colocar una placa en la sonda Pioneer 10, que contuviera una imagen de una pareja de humanos, saludando, junto a diagramas que informaran sobre el planeta de origen de la sonda a posibles civilizaciones extraterrestres. Pioneer 10 se dirige a la estrella Aldebarán, en la constelación Tauro a donde llegará en 1,690,000 años.

Algunos años después, Sagan pidió a la NASA colocar en las sondas Voyager 1 y 2 un disco, a sabiendas de que continuarían su viaje indefinidamente tras su paso por los planetas exteriores del sistema solar, hasta el espacio interestelar y el infinito.

Mensajes en una botella.

¿Qué tenía el disco? En su cubierta un diagrama de ubicación de la Tierra respecto a 14 estrellas púlsar. Un diagrama atómico de la molécula de hidrógeno a manera de estándar de tiempo universal, entre otras cosas, todo cifrado en binario, la ciencia es el idioma universal.

Dentro, grabado en un disco de oro titulado ‘Los Sonidos de la Tierra’, un gran esfuerzo por dejar la mejor de las impresiones: sonidos de la naturaleza, de animales, una madre que le habla por primera vez a su bebé, un beso, cantos de aves, imágenes de nuestro planeta, de nuestra gente, un artesano, un padre con su hija, una bailarina, cosechas, paisajes. Una grabación de las ondas cerebrales de un mujer enamorada y música, de todo el mundo, incluso hay mariachi y son jarocho en el espacio.

Pero el disco comienza con saludos en 56 idiomas, mi favorito es este, en árabe: ‘Saludos a nuestros amigos de las estrellas. Que el tiempo nos una’.

Que así sea.